"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

Luna y Kuarahy

Las fábulas del loro y la ardilla

La abuela de Luna era aún joven, pero tenía el pelo totalmente blanco. Vivía sola en una gran casa sobre el acantilado, a un buen paseo del pueblo, en una zona rural del sur del país. A Luna le fascinaba su abuela; la consideraba una persona apasionante, a diferencia de sus anodinos padres, y desde pequeña le pedía que le contara los relatos de sus viajes por todo el mundo como cooperante. Además, debido al especial vínculo que tenían, a nadie como a ella confiaba sus secretos: temores infantiles que dieron paso a sentimientos adolescentes con el paso del tiempo. Y ahora había algo, algo había emergido en su cabeza que no la dejaba en paz, por más que quisiera ignorarlo, y pensó que nadie como Catherine la podría comprender. Decidida, al caer la tarde se escabulló de su casa con una excusa formulada sobre la marcha, atravesó las extensiones de césped verde con su bici, y se presentó sin previo aviso en casa de su abuela.

El frontal del salón lo ocupaban unos grandes ventanales de cristal, en toda la altura; el sol naranja del atardecer se reflejaba en el agua y entraba a raudales en la estancia, dándole a Catherine una imagen como divina, casi sobrenatural. Había algo mágico en aquella luz, pensó Luna.

—Abuela, sé que soy distinta pero no sé muy bien por qué. ¿Por qué sólo me fijo en ellas y no en ellos, como el resto de las chicas? Me da la sensación de que algo va mal, que soy la más rara… Seguro que no hay nadie como yo, ¿cómo me voy a enamorar? ¡Yo no quiero perder mi juventud!— Todo lo que Luna había ido guardando en su cabeza durante meses, años quizás, fluyó por fin de su cerebro a su boca sin más complicación. Tal vez fuera parte de ese poder que, siempre le había parecido, su abuela ejercía sobre ella.

Catherine respiró profundamente y la miró con sus despiertos ojos de un peculiar color violáceo, de la misma tonalidad que los de su nieta.

—Pues mira, Luna, voy a hacer como cuando eras pequeña: te voy a contar un cuento, si te parece.

—Venga abuela, no fastidies, que soy ya mayorcita. Que lo que te estoy contando va en serio, que estoy muy preocupada y…

—Cálmate, que yo también voy muy en serio. Bueno, tú escucha:

››Había un muchacho muy apuesto, en una remota tribu amazónica, que siempre supo que era diferente a los demás, aunque no supiera definir exactamente el motivo. Se llamaba Kuarahy, y mientras todos los jóvenes se iban de caza, a él lo que más le gustaba era caminar por la selva, recolectar frutos comestibles y sobre todo quedarse ensimismado observando a todas las criaturas que la poblaban. En las danzas del poblado permanecía siempre oculto, evitando por todos los medios ser descubierto por las jóvenes de la tribu. Se sentía muy infeliz, pues creía que por su falta de interés en el otro sexo, sería incapaz de conocer el amor.

››Un día, mientras paseaba entre los elevados árboles del bosque tropical, Kuarahy escuchó una voz vagamente humana.

‹‹No estás sooooooolo, no estás sooooooolo››.

››Kuarahy miró a su alrededor pero no vio a nadie. Siguió caminando, mientras ponderaba si tal vez lo habría imaginado, pero ya se hacía de noche y tuvo que regresar a la aldea.

››Varios días después ocurrió algo similar. Kuarahy marchaba recogiendo frutos comestibles, mientras la luz roja del último sol se filtraba entre las hojas de los árboles, cuando oyó la misma voz.

‹‹No estás sooooooolo, no estás sooooooolo››.

››De nuevo, el chico buscó y rebuscó por los alrededores, entre los arbustos y la maleza, sin encontrar a nadie. Intrigado, al día siguiente, esperó al ocaso y acudió al mismo lugar para intentar averiguar lo que ocurría, y al cabo de unos minutos escuchó la voz.

‹‹No estás sooooooolo, no estás sooooooolo››.

››Kuarahy miró hacia arriba, pues esta vez le pareció que el sonido provenía de un árbol, y se encontró con un gran guacamayo de brillantes tonalidades azules y amarillas. El chico nunca había visto un pájaro de similar hermosura. Como si estuviera poseído momentáneamente por una fuerza imparable de la naturaleza, acercó sus labios al pico del ave, rozándolo suavemente.

››En ese mismo instante, un muchacho de profundos ojos tostados y apabullante belleza apareció ante Kuarahy y le dijo:

‹‹Todos tenemos nuestra mitad en el mundo, sólo hay que saber encontrarla. Y tu otra mitad estaba en ese guacamayo, inteligente y enemigo de la soledad, al que supiste escuchar y al que dando tu amor has convertido en tu igual››.

››El joven lo tomó de la mano y juntos marcharon hacia el poblado, donde disfrutaron de una vida feliz y plena como todos los demás.

—Anda abuela, si esto me suena a una adaptación de algún viejo cuento de cuando yo era niña—. Luna se levantó, decepcionada, y dejó que su vista se perdiera sobre las azuladas aguas del océano.

—Bueno, bien sabes que todas las leyendas tienen una parte de realidad, una porción verídica y aprovechable…

—Vale, muy bien, lo que tú digas. Gracias de todas formas por escucharme.

—No desesperes nunca, Luna. Y ven a verme siempre que quieras, porque para cada problema habrá una solución… con envoltorio de cuento.

Luna no comprendió estas últimas palabras, pero se sintió defraudada. Siempre había creído que su abuela tenía una solución para todo, pero una fábula infantil no iba a arreglar lo que a ella le ocurría. Con la de tiempo que le había costado el poder decírselo a alguien… Necesitaba encontrar a alguien como ella; era obvio que Catherine no podía tener respuestas para cada problema que le surgiera.

Pedaleaba despacio por el camino, que apenas se intuía sobre la extensión de hierba que tapizaba el prado salpicado de árboles, cuando una ardilla de rojizo pelaje se enganchó a su bicicleta, empezó a trepar hasta que se acurrucó en su hombro, y la miró fijamente, con una mirada en la que Luna creyó ver repentinamente toda la ternura del universo.

Entendió, en ese instante, que la magia en la luz del atardecer se había desenvuelto de las palabras.

Humming Albus

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Esta fábula formará parte del libro que estamos preparando con «Las fábulas del loro y la ardilla». ¿Quieres que tu fábula forme parte del libro? Envíanos tu fábula, ¿a que estás esperando?

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