"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

El dilema y el infierno

EntendámonosHace unos tres años, mi marido y yo visitábamos el Petit Palais de París cuando se nos acercó uno de los guardias del Museo (un hombre de unos treinta años, de aspecto mediterráneo, bien parecido) y, en francés, nos preguntó –imagino que tras haber reparado en algún gesto de afecto o intimidad entre nosotros– si éramos pareja. Al responderle afirmativamente nos contó, sin más preámbulos, que él también era gay pero no lo llevaba demasiado bien, pues le atormentaba la idea de que un hombre, al ser penetrado por otro, perdía su masculinidad. Entonces sonó por megafonía el aviso de que el Museo estaba a punto de cerrar y aquella insólita conversación quedó interrumpida tan bruscamente como se había iniciado.

De este modo me quedé sin saber qué era exactamente lo que tanto preocupaba al guardia del Petit Palais: si perder su propia masculinidad –bien porque en el fondo deseaba ser penetrado, bien porque tenía un novio que le insistía para que se dejase penetrar– o despojar de ésta a sus amantes. En todo caso, el dilema del guardia me hizo recordar algunas de mis viejas lecturas. Como por ejemplo Giovanni’s Room (La habitación de Giovanni, de James Baldwin), un clásico de la literatura gay en el que dos hombres jóvenes, un americano y un italiano, inician una relación afectivosexual en el París de los años 50 del siglo pasado y llegan incluso a vivir juntos, pero todo acaba en desastre cuando a David, el americano, le entra también el pánico de perder su masculinidad si no corta por lo sano con su amante, el Giovanni del título.

O bien Bearn o La sala de les nines (Bearn o la sala de las muñecas), novela del mallorquín Llorenç Villalonga, considerada como una de las mejores en lengua catalana del siglo XX. En ella el narrador de la historia, un cura mallorquín decimonónico, reflexiona en un momento dado sobre la relación entre el deseo erótico y la curiosidad, con palabras que probablemente reflejen el punto de vista del propio autor de la novela. “El instinto sexual es eminentemente investigador. Nada intriga tanto como saber la reacción de otra persona ante una caricia”, cavila el cura, y a continuación nos advierte del peligro: dicha curiosidad puede conducir, entre otros, al “vicio de Sodoma”, que es en sí mismo un “infierno” puesto que “la curiosidad del homosexual es estéril, ya que el objeto de sus desvelos sólo reaccionará entregándose (y convirtiéndose, por lo tanto, en la más deplorable de las caricaturas femeninas), o virilmente, con el más desagradable de los puñetazos”. Dicho de otro modo: “el perturbado pretende el amor de un ser viril (que, precisamente por ser viril, no podrá amarle)”.

Lo que nos dice el cura de Villalonga no es que la homosexualidad sea inmoral, sino que es imposible; imposible, en cualquier caso, más allá de un deseo que nunca podrá ser satisfecho, pues si intentara satisfacerse privaría a su objeto precisamente de la cualidad que lo hacía, en un principio, deseable: su virilidad. Un verdadero infierno, pues, un suplicio similar al de Tántalo. No cuesta demasiado ver en estos planteamientos una manifestación extrema del heterosexismo, que iría más allá de la mera consideración de la heterosexualidad como forma superior o normal de sexualidad –esto sería el heterosexismo estándar, o raso– para llegar a la negación de toda posibilidad de concebir la sexualidad humana en otros términos que en los de la dualidad masculino/femenino. Para que haya sexualidad, asume dicha concepción, tiene que haber necesariamente un hombre y una mujer: el amor y el sexo serían pues, por naturaleza, exclusivamente heteros.

La realidad, por supuesto, desmiente este esquema simplista y restrictivo, y hace ver que un hombre puede perfectamente amar a otro y practicar el sexo con él sin que ninguno de los dos pierda la consideración de hombre ni a sus propios ojos ni a los de quienes le rodean, empezando por su propio amante. La creciente visibilidad de las parejas gais está consiguiendo que dicha evidencia vaya desterrando los viejos esquemas que contraponían, como incompatibles, masculinidad y homosexualidad. Por otro lado, me parece obvio que detrás de ese miedo a perder la masculinidad asoma además, junto al heterosexista, otro tipo de prejuicio: ¿no es el machismo, en realidad, lo que convierte la masculinidad en algo tan trascendental, algo cuya pérdida resulta tan temible?

Y es que el verdadero infierno, contrariamente a lo que creía el cura de Bearn, no está en la homosexualidad, sino en la otra parte de su dilema: en la masculinidad, o más bien en el concepto de masculinidad que manejemos; especialmente en esa idea subyacente a su discurso –y tan arraigada por desgracia en nuestra sociedad, como podemos comprobar en la frecuencia con que los medios nos dan la noticia de un nuevo caso de maltrato machista– de que lo propio de la mujer es entregarse sumisamente al hombre, mientras que lo propio de éste, lo viril, es reaccionar a puñetazos.

Nemo

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