"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

Hombres sin decoro

Entendámonos“Cada año que pasa la degradación indumentaria de nuestros compatriotas va a más, locamente, y en la presente temporada he observado una proliferación abominable de pantalones cortos en mi ciudad (…) que me induce a rehuir los comercios y las calles.” Esto anotaba el escritor Javier Marías en 1997, y 12 años después la invasión veraniega de las ciudades españolas por aquellos a quienes Marías denominaba, ya desde el mismo título de su artículo, “Mastuerzos en pantalón corto” continúa imparable. Para el disgusto del autor, imagino; o quizá con el tiempo se haya ido acostumbrando y ya no encuentre dicha invasión tan intolerable, quién sabe.

Cuando leí ese texto en el 97, me llamó la atención que al escritor sólo le repugnasen los pantalones cortos cuando estos cubrían –o más bien descubrían, que ahí, claro, está la cosa– unas piernas masculinas. No era sólo que todos los escenarios “de pesadilla” que a Marías le evocaba la contemplación de los pantalones cortos (desde “un gimnasio abarrotado, sudoroso y maloliente” hasta “un desfile de las juventudes hitlerianas”) resultaran estar habitados exclusivamente por “varones de cualquier edad y condición”; es que el propio autor llegaba a proclamar la siguiente máxima: “no sé yo qué tendrán los pantalones cortos en los varones que nos brutalizan sin falta”. Lástima que Marías se quedase ahí y no intentase indagar más allá de ese “no sé yo qué tendrán”, pues me da la impresión de que si lo hubiese hecho habría podido descubrir cosas interesantes.

El artículo de marras (recogido en el volumen Seré amado cuando falte) me vino a la mente el mes pasado al leer, aquí en dosmanzanas, el siguiente comentario de un lector (supuestamente) hetero que afirmaba que el ver a dos chicos besándose le causaba “repulsión”, y lo explicaba así: “Yo no me considero homófobo, ya que si son chicas las que se besan, no me da ninguna repulsión. De hecho, sentiría la misma repulsión viendo besarse a homosexuales que a dos hombres que no lo fueran. Tampoco me gusta ver a los tíos por las calles de Madrid con chancletas de piscina. Si son chicas, queda hasta bonito. ¿Es esto ser homófobo? A lo mejor lo soy.”

Sugerente pregunta la que formulaba el autor de este comentario: ¿puede tener algo que ver con la homofobia el que a un hombre (supuestamente) heterosexual le disguste ver a otros hombres en chanclas (o en pantalón corto, me permito añadir), pero no le provoque idéntica repulsión el ver a mujeres ataviadas con la misma indumentaria? Intentemos una respuesta.

Para Marías, la repugnancia que le causaba la visión de las pantorrillas masculinas tenía que ver con el “sentido del decoro”, un sentido que aparentemente se estaba perdiendo ya en 1997 entre la población varonil de España: “Hace no mucho tiempo el español se distinguía de muchos guiris que nos visitaban por su fuerte sentido del ridículo, o mejor del decoro. El decoro, dicho sea de paso, no atañe a la moralidad ni al ‘pecado’ o sucedáneos, y tiene menos que ver con la ‘decencia’ que con la estimación propia.” ¿Está en lo cierto Marías? ¿El decoro no tiene que ver, como asegura, con la moralidad? Veamos. El diccionario recoge unas cuantas definiciones de decoro; de ellas, la que más ilustrativa me parece es la que se refiere, en principio, al ámbito literario: “conformidad entre el comportamiento de los personajes y sus respectivas condiciones sociales”. No veo dificultad alguna en sacar esta definición fuera del recinto de la literatura: si lo hacemos, llegaremos a la conclusión de que el decoro, aplicado al uso de prendas que cubran o descubran pies y piernas, consistiría en adecuar el propio comportamiento a una norma social que sería distinta para hombres y mujeres: en el caso de las segundas, no habría problema alguno en usar ropa o calzado que dejasen al descubierto esas partes de su anatomía (¿incluso se las animaría a ello?); en el caso de los hombres, el decoro mandaría que se tapasen.

Llegados a este punto, podemos preguntarnos por qué dicha norma social (vigente casi sin excepciones hasta no hace mucho, y hoy en decadencia) es diferente en el caso de los varones y en el de las féminas. Mi hipótesis es que la raíz de la norma, su explicación última, está en el machismo tradicional de nuestra sociedad, que sólo consideraba al hombre como posible sujeto deseante; para la mujer, resultaba antinatural, o al menos inmoral, ser otra cosa que objeto del deseo masculino. De ahí que a la mujer le estuviera permitido descubrirse en público –para atraer la mirada y el deseo del hombre–, mientras que al varón le estaba vedado; pues, si sólo los hombres podían desear, era obvio que el hombre que descubría su cuerpo –como una mujer– no podía pretender otra cosa que despertar el deseo de otro macho: y aquí es donde intervendría, para estigmatizar al (presunto) maricón, la no menos tradicional homofobia de nuestra cultura.

Esta misma argumentación serviría para explicar por qué hasta hace relativamente pocos años los hombres apenas llevaban pendientes, collares o pulseras (hoy los usan en abundancia, sobre todo los jóvenes), o no se atrevían a utilizar productos cosméticos. Tabúes que hoy están cayendo, como el del pantalón corto o el de las chanclas. Por todo ello, no me parece fuera de lugar la analogía que establecía el autor del comentario en dosmanzanas entre ver a un hombre en chanclas y ver a dos chicos besándose: los pies (desnudos) de los hombres, como la sexualidad y la afectividad entre éstos, eran hasta hace poco realidades confinadas por prejuicios de base machista y homófoba al ámbito de lo privado que hoy, en cambio, se atreven a salir al espacio público.

Al fin y al cabo, Marías concluía su texto de 1997 con la advertencia de que “del mismo modo que las indumentarias ‘de interior’ o ‘privadas’ pululan ya desinhibidas por las calles, así pronto veremos en ellas actividades de la misma índole.” No creo que el escritor pensase al escribir esto en las muestras de afecto y deseo entre hombres, pero lo cierto es que éstas constituyen un buen ejemplo de actividad casi absolutamente privada hasta hace unos años que en la actualidad empieza ya a pulular desinhibidamente por las calles de nuestras ciudades, para la consternación de algunos que –faltaría más– no se consideran para nada homófobos. Quizá puedan llegar a consolarse con el pensamiento de que tener que ver por la calle ciertas cosas que les disgustan es el precio que deben pagar por su propia libertad: pues el hecho de que otros sean libres para actuar según sus propias preferencias les permite a ellos actuar asimismo conforme a las suyas, esto es, les hace libres también a ellos.

Nemo

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