"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

Los siglos de China (2)

EntendámonosUno de los principales iconos del catolicismo valenciano es la imagen de un fraile con el dedo levantado en signo de admonición, como se hace para reñir a los niños pequeños. Dicho fraile, vestido con el hábito blanco y negro de los dominicos, no es otro que san Vicente (Vicent en su propio idioma, el catalán) Ferrer, un personaje nacido en la ciudad de Valencia que, entre los siglos XIV y XV, alcanzó gran celebridad en toda Europa Occidental por sus predicaciones, que suscitaban tanta expectación y eran tan multitudinarias como los conciertos de una superestrella del pop de nuestro tiempo: parece ser que los hostales de las localidades donde iba a predicar Ferrer solían quedarse sin sitio para alojar a todos los que a ellas acudían. En sus apasionados –y, sin embargo, plenamente ortodoxos– sermones, el religioso advertía a las masas cristianas de Europa de los terribles castigos que, si no enmendaban sus vidas, recaerían sobre todos y cada uno de sus integrantes el día del Juicio Final; un día que, aseguraba fray Vicente, numerosos signos revelaban que estaba muy, muy próximo.

En las representaciones de san Vicente Ferrer, un elemento que desde hace siglos casi nunca falta es una banda que flota en el aire sobre su cabeza, y lleva la siguiente inscripción en latín: “Timete Deum et date illi honorem, quia venit hora iudicii eius.” Recuerdo cómo, de niño, contemplaba fascinado dicha leyenda en las imágenes del santo, muy venerado en mi localidad natal, sin alcanzar a entenderla; en la adolescencia, sin embargo, una vez hube estudiado algo de latín, se me hizo trasparente: “Temed a Dios y dadle honor, pues se acerca la hora de su juicio.” A veces, por razones de espacio, el lema se abrevia a lo esencial: “Timete Deum”.

Aunque la necesidad de temer a Dios no suele ser un tema predilecto de los predicadores de nuestros días, que habitualmente prefieren presentar a su inverosímil personaje con un rostro más amable, lo cierto es que las iglesias de Europa predicaron durante siglos el temor de Dios como una de las cualidades esenciales del buen cristiano. A Dios no sólo había que amarlo sobre todas las cosas; también había que temerlo, más que a nada o a nadie. En esa especie de Gran Hermano celestial que todo lo sabía y todo lo podía, y que no vacilaría en castigar por toda la eternidad con las más atroces torturas a quienes osaran desobedecer sus inapelables mandatos, fundaban su legitimidad los poderes de la Cristiandad, tanto las iglesias como los príncipes; no es extraño, pues, que lo tomaran como modelo.

En China y otros países del Extremo Oriente, esa misma función de ideología oficial y legitimadora de los poderes públicos correspondía principalmente, desde los primeros tiempos del Imperio Chino, al confucianismo. Aunque a veces se considera al confucianismo como una religión, en realidad se trata más bien de una filosofía ética, social y política. Confucio o Kǒng Fūzǐ, un pensador chino contemporáneo de Platón y de Buda, elaboró su sistema de pensamiento a partir de un conjunto de creencias que estaban ligadas a la religiosidad de su tiempo y lugar, pero logró algo singular: podría decirse que civilizó dichas creencias. En su época, China estaba dividida –como la Europa anterior a la última guerra mundial– en estados que luchaban entre sí casi sin descanso por la hegemonía; en ese contexto de violencia, la religión se hallaba fuertemente asociada a la guerra, tanto en el sentido de que la actividad bélica misma incorporaba abundantes mitos y rituales de carácter religioso como en el de que la guerra producía prisioneros con quienes celebrar sacrificios humanos.

Confucio y sus seguidores tomaron del mundo religioso, entre otros, el concepto de ritual, pero lo asociaron a algo muy diferente: al comportamiento correcto, educado y ceremonial, que debía tener un individuo en su vida cotidiana para poder considerarse civilizado y no bárbaro. Pues de eso trataba esencialmente el confucianismo, de cómo llevar una vida realmente civilizada que contribuyera al bienestar general: a la paz, la armonía y la estabilidad del conjunto de la sociedad.

El verbo civilizar puede aplicarse también al confucianismo en otro sentido: el de ‘hacer civil’, es decir, hacer laico o seglar. El confucianismo, pues, civilizó (secularizó) la cultura tradicional china al poner el énfasis en el mundo real, en la vida de las personas y de la sociedad, más que en divinidades, en otros mundos o en otras vidas.

China fue unificada en el siglo III antes de nuestra era por el reino de Qín, situado al oeste del país, que venció en combate a todos los demás estados. Qín (pronunciado ‘chin’) dio nombre a la primera dinastia del nuevo Imperio y al país mismo en el extranjero, pues de ahí proviene el término China (los chinos, por su parte, denominan a su tierra Zhōngguó, que significa ‘el país del centro’). Las tropas con las que el primer emperador llevó a cabo dicha unificación por la fuerza fueron inmortalizadas en su tumba: su representación es el famoso y espectacular ejército de terracota descubierto en 1974 a las afueras de una de las antiguas capitales imperiales, Xī’ān. Un siglo después de la unificación, los emperadores de la segunda dinastía, la Hàn, se dieron cuenta de que para mantener el orden social y la estabilidad de su inmenso imperio necesitaban algo más que un buen ejército: era también fundamental disponer de una nueva ideología oficial que fomentara, tanto entre sus propios funcionarios como entre la población en general, la mentalidad y el comportamiento apropiados. Nació así el confucianismo imperial, que durante más de dos milenios había de ejercer una enorme influencia sobre la sociedad y la cultura no sólo de China, sino también de otros países vecinos como Corea, Japón o Vietnam.

Las diferentes actitudes de unos y otros ante un fenómeno presente en todas las épocas y sociedades como es el de la diversidad afectivosexual humana ilustran la distancia cultural entre el mundo cristiano y el que recibió la influencia del confucianismo: como vimos en la primera parte de esta serie, a finales del siglo XVI los católicos llevaron las hogueras para los sodomitas hasta el Extremo Oriente, a las puertas del Imperio Chino, donde, en cambio, las relaciones eróticas entre personas del mismo sexo no eran objeto de persecución legal y –al menos bajo determinadas condiciones– ni siquiera estaban mal consideradas, ni se veía por lo tanto razón alguna para ocultarlas (lo que provocaba, por otro lado, la perplejidad y la vehemente indignación de los misioneros cristianos).

Vemos, pues, cómo incluso en plena edad moderna un Occidente tradicionalmente alucinado y aterrorizado por el más allá seguía reaccionando con fanatismo inquisitorial ante todo aquello que el clero presentaba como contrario a los mandatos divinos, mientras que en el Extremo Oriente una tradición cultural más realista y serena favorecía tomar las cosas con mayores dosis de pragmatismo y tolerancia. Antes de entusiasmarnos en exceso con el confucianismo, sin embargo, conviene que recordemos algo que los gais y las lesbianas occidentales de hoy sabemos por experiencia: que la tolerancia no es, ni mucho menos, lo mismo que el respeto, la libertad o la igualdad.

(Continuará.)

Nemo

Los siglos de China (1) aquí.
Los siglos de China (3) aquí.

Las 78 columnas de la sección «Entendámonos» aquí.

Comentarios
  1. Oscar
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