"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

Conversación en la cama

Entendámonos“Tras hacer el amor se quedaron, como de costumbre, abrazados. La tenue luz de una larga vela bailaba lanzando sombras sobre la pared empapelada. Hatem habló largo rato sobre sus sentimientos hacia Abduh, que permanecía en silencio, mirando al frente, con su rostro repentinamente serio. Hatem le preguntó ansioso:
—¿Qué te ocurre, Abduh? ¿Qué te pasa?
—Tengo miedo, Hatem Bey —dijo Abduh, despacio y con gravedad.
—¿Miedo de qué?
—Del Señor, alabado sea.
—¿Qué dices?
—¡El Señor, alabado sea! Tengo miedo de que nos castigue por lo que hacemos.
Hatem permaneció en silencio y le observó en la oscuridad. Se le hacía extraño. Lo último que esperaba era hablar de religión con su amante.
—¿Qué quieres decir, Abduh?
—Hatem Bey, toda mi vida he sido creyente. En el pueblo me llamaban ‘el Sheij Abduh Rabbuh’. Siempre he elevado mis oraciones en la mezquita, ayuno en Ramadán y en todas las ocasiones que manda la sunna del Profeta. Hasta que te conocí y cambié.
—¿Quieres rezar, Abduh? Reza.
—¿Cómo voy a rezar si me paso la noche bebiendo vino y me acuesto contigo? Siento que Alá está enfadado conmigo y me castigará.
—¿Quieres decir que Dios nos castigará por amarnos?
—El Señor nos ha prohibido este tipo de amor. Es un pecado muy grave. En nuestro pueblo había un imam llamado Sheij Darawi, el Señor lo guarde. Era un hombre piadoso, un santo. Nos decía en el sermón de los viernes: ‘Alejaos de la sodomía, pues es un gran pecado que hace temblar de ira el Trono Celestial’.

Hatem no pudo contenerse. Se levantó de la cama, encendió la luz y prendió un cigarrillo. Su hermoso rostro y la camisa trasparente sobre su cuerpo desnudo le daban la apariencia de una bella mujer enfadada. Lanzó una bocanada de humo y se puso a gritar:
—Abduh, no sé qué hacer contigo. ¿Qué más puedo hacer por ti? Te amo, pienso en ti y siempre intento hacerte feliz y tú, en vez de agradecérmelo, me haces la vida difícil.

Abduh permaneció callado, mirando al techo con el brazo bajo la cabeza. Hatem terminó el cigarro, se sirvió una copa de whisky que se bebió de un trago y se sentó junto a Abduh, diciéndole con calma:
—Escúchame, cariño. El Señor es grande y verdaderamente clemente, nada que ver con lo que dicen los sheijs ignorantes de tu pueblo. Hay mucha gente que reza y ayuna pero que roba y hace daño. A esos castigará Dios. Pero a nosotros, estoy seguro de que Alá nos perdonará porque no hacemos daño a nadie, solamente nos amamos. Abduh, no hagas tu vida miserable. Esta noche es tu cumpleaños y debes estar contento.”

Si la franqueza con la que se aborda la homosexualidad en este fragmento de la novela El edificio Yacobián, del egipcio Alaa Al Aswany (2002), es ya bastante poco habitual en la literatura árabe contemporánea, más inaudito todavía resulta el hecho de que en él se permita a un personaje homosexual reivindicar su condición, su amor, frente a la intolerancia homófoba. A mí, la conversación en la cama entre el gay maduro Hatem y su joven amante Abduh me recuerda bastante a la conversación en la terraza que retrataba en 1976 el director español Eloy de la Iglesia en su película Los placeres ocultos, y a la que dedicamos no hace mucho otra columna. Ahora bien, entre las importantes diferencias que separan ambos diálogos, hay una que enseguida salta a la vista: Eduardo, el gay educado y rico (director de una sucursal bancaria) de Eloy de la Iglesia, no necesita hacer, en su intercambio de pareceres con el joven y tosco Miguel (proveniente de una barriada marginal), referencia alguna a la religión; en cambio, Hatem (director de un periódico cairota en francés) se ve forzado a hablar de religión con Abduh (que procede del Egipto más rural y atrasado), a pesar de lo incómodo que ello le resulta. Y es que, aunque en 1976 España era todavía oficialmente nacionalcatólica, la sociedad española de aquel entonces era ya, en realidad, mucho más laica que la egipcia de nuestros días.

Así pues, Hatem, tras reaccionar en un primer momento con irritación e impaciencia ante el discurso homófobo, basado en una forma cruda y primitiva de religión, de su joven amante, decide acto seguido contraponerle otro discurso de base también religiosa, pero mucho más amable y tolerante. ¿Qué credibilidad puede tener, sin embargo, para Abduh esta nueva versión, más sonriente y bonachona, de Dios que le ofrece Hatem, cuando el joven pueblerino tiene metida desde niño en la cabeza una imagen muy distinta, y extremadamente temible, de la divinidad? Los acontecimientos que esperan a los amantes en las páginas siguientes de la novela nos hacen pensar que más bien poca: la historia de Hatem y Abduh termina tan mal como podrían esperar aquellos ignorantes sheijs de aldea que tanto se habían esforzado en inculcarle a éste último la homofobia más feroz.

Ante el callejón sin salida que, como señalábamos en la última columna, supone para la sociedad egipcia y otras muchas sociedades árabes el hecho de que la oposición a unos gobiernos represivos y corruptos provenga principalmente de quienes querrían verlos sustituidos por otros aún más represivos (es decir, por teocracias islámicas), resulta comprensible que, dado que parece inevitable reconocer a la religión un papel central en dichas sociedades, haya quien opte por intentar al menos difundir una versión de la misma que sea lo menos incompatible posible con los derechos y la libertad de todas las personas. Uno no puede sino desear éxito en su empeño a quienes se proponen este objetivo; aun así, parece evidente que para millones de Abduhs esparcidos por el mundo musulmán, no resultará nada fácil en bastante tiempo desembarazarse de esos dogmas y prejuicios con los que tan familiarizados están.

Nemo

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