"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

El maricón soy yo

EntendámonosUn buen amigo mío, que desde hace muchos años está fuera del armario en todos los ámbitos de su vida, incluido el laboral, me contó no hace mucho la siguiente anécdota: esa misma mañana estaba él en su trabajo con su jefe y un compañero, ambos heterosexuales, cuando de pronto el primero, poniéndole un brazo por encima de los hombros al segundo, le espetó: “¡Maricooón!”; mi amigo, que tiene buena relación los los otros dos, le recordó entonces amablemente a su jefe que el “maricón”, allí, era él (mi amigo, no su jefe), y entonces el campechano directivo esbozó una tímida sonrisita y no supo qué responder.

Mi amigo no suele autodefinirse como “maricón”, pero en aquella ocasión le salió así, espontáneamente… Era obvio que el jefe de mi amigo no pretendía, al llamar maricón a su compañero, vejar u ofender a éste último. Todo lo contrario: aquél era un gesto amistoso, una bromita o muestra de complicidad que pretendía derribar retóricamente la barrera entre superior y subordinado para presentarlos a ambos como simples amigotes de barra de bar, en un simbólico –e imaginario, claro– pie de igualdad. El jefe tampoco quería ofender a mi amigo: creo que ni siquiera se le habría pasado por la cabeza que su gesto hacia el otro compañero pudiera afectarle a él en modo alguno, aunque sabía desde hacía mucho tiempo que mi amigo era gay.

Sin embargo, a pesar de que el jefe no tenía intención alguna de insultar a nadie, la carga despectiva de la palabra maricón seguía estando presente en aquella situación. Pensemos si no en qué otras expresiones hubiera podido usar en su lugar: “hijoputa”, por ejemplo, o “cabronazo”… ; palabras que, al menos en principio, son indudablemente insultos. Y es que la gracia de la bromita con la que el directivo intentaba acercarse a su subordinado estaba precisamente en que se daba por sentado que éste último no tenía nada de maricón, ni el jefe albergaba realmente la menor sospecha de que pudiera serlo. La no-homosexualidad del compañero de mi amigo era la condición sine qua non para que aquel gesto de complicidad pudiese funcionar como quien lo hacía pretendía que funcionase. Es decir, que la supresión simbólica de la barrera social entre el que manda y el mandado, la inclusión de ambos en un imaginario círculo de amistad viril, se basaba implícitamente en la exclusión de dicho círculo de los verdaderos maricones: en confirmar retóricamente la barrera que separaría a los maricas de los auténticos machos.

Al protestar “¡Eh, que aquí el maricón soy yo!”, mi amigo estaba, de la manera más simple y efectiva, poniendo en evidencia ese mecanismo retórico de exclusión de los gais. Sacaba a la luz lo que realmente hay tras esa palabra, maricón: millones de hombres homosexuales como él, que viven y trabajan entre los heteros y que a menudo tienen que soportar formas de inferiorización simbólica como la que describo en este texto, cuando no –si bien no es éste, afortunadamente, el caso de mi amigo– otras más directamente dañinas. Por otro lado, mi amigo también lograba con ello desmontar en cierto modo ese mecanismo inferiorizador: ya que lo que éste no prevé es que en una escena así pueda estar presente un gay que no se avergüence de serlo.

Lo que prevé el mecanismo en cuestión es que, en caso de haber algún maricón presente, se guardará muchísimo de manifestar que lo es, precisamente para no quedar excluido de ese círculo de amistad viril que el jefe abre a sus subordinados machos como un gran favor personal; para no quedar estigmatizado y marginado. Por ello, que mi amigo hiciese notar en ese momento que él sí era “maricón” no sólo tenía la virtud de revelar la injusticia y la violencia implícitas en ese tipo de retórica, sino que lograba también boicotearla: de ahí el desconcierto del directivo, que de pronto veía su propio gesto bajo una luz tan inesperada como poco favorecedora, transformado en algo embarazoso, en un verdadero acto fallido… Era, sin duda, la primera vez que le sucedía aquello.

Ni que decir tiene, por lo tanto, que sería de un candor extremo llegar a ver un gesto gay-friendly en dos hombres (supuestamente) heteros que se saludan –como sucede a veces en nuestro país– llamándose el uno al otro “maricón”, “mariconazo”. Se trata de una forma jocosa de saludarse, y lo jocoso de la situación está precisamente, como hemos visto, en que se excluye por completo la posibilidad de que cualquiera de los dos pueda ser realmente homosexual. Podemos suponer, sin embargo, cuánto tardaría en cambiarle la cara a quien saludase así a uno de sus colegas si éste le replicase “pues sí, mira, me gustan los tíos. ¿A ti también, macho?”, e insistiese repetidamente en la veracidad de esa respuesta. Tardaría, más o menos, lo que le costara al primero convencerse de que el otro no estaba de guasa.

“El lenguaje cotidiano (…) está atravesado de parte a parte por relaciones de fuerza, por relaciones sociales (…), y es en el lenguaje y por medio de él (…) como se ejerce la dominación simbólica, es decir, la definición –y la imposición– de percepciones del mundo y de representaciones socialmente legítimas”, escribe Didier Eribon en su imprescindible Reflexiones sobre la cuestión gay. De ahí que todo este asunto resulte en realidad muchísimo menos banal de lo que podría parecer. Con el lenguaje cotidiano y la dominación simbólica que éste vehicula se construye la inferiorización social, muy real, de las personas LGTB. Por eso es oportuno, y necesario, saber boicotear los mecanismos verbales y gestuales de esa dominación simbólica, y conseguir –como hizo mi amigo– que a quien los use, incluso en un contexto (aparentemente) trivial, le salga el tiro por la culata. Que se quede sin palabras y con una helada sonrisilla, abochornada y cohibida, en los labios: ya va siendo hora de que dejemos de ser los maricones los que tengamos que callarnos, los tímidos, los avergonzados.

Nemo

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