"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

Sacrificios (1)

EntendámonosAntes de la llegada de los españoles, el centro y sur de lo que hoy es México y la parte septentrional y occidental de Centroamérica conformaban una región diversa desde el punto de vista etnolingüístico, pero unida por algunos rasgos culturales que la convertían en uno de los dos principales focos de innovación de las Américas (el otro era la región andina de la América del Sur); esta región recibe hoy el nombre de Mesoamérica.

De modo similar a lo que sucedía en aquella Europa cristiana de donde procedían los conquistadores, también muy diversa en etnias y lenguas, la unidad cultural de Mesoamérica estaba fuertemente ligada a la religión. No exclusivamente, pues comprendía asimismo elementos tales como la agricultura del maíz, la organización estatal de las sociedades o el calendario, pero éstos guardaban una estrecha relación con el complejo de creencias y rituales de carácter religioso de los pueblos mesoamericanos. Y en dicha religión, los sacrificios humanos tenían un papel fundamental en toda Mesoamérica.

Así, los mexicas (o aztecas), que habían heredado su forma de medir el tiempo de culturas mucho más antiguas y la compartían, al menos en sus rasgos esenciales, con los otros pueblos mesoamericanos, observaban dos calendarios que se interrelacionaban: uno (el místico, asociado a las predicciones) se basaba en años de 260 días, mientras que el otro contemplaba, como el nuestro, años de 365 días. Era este último calendario el que, a partir de los ciclos climatológicos y agrícolas, les proporcionaba las referencias temporales que les servían para organizar la vida social. El año se dividía en 18 meses de 20 días (más cinco días vacíos al final del ciclo). Parece ser que empezaba a principios de nuestro febrero, es decir, en pleno centro de la estación seca del valle de México, donde vivían los mexicas. El primer mes recibía el nombre de atlacacauallo (que significa ‘el cese de las aguas’; febrero es el mes más seco en el altiplano de México). Este primer mes estaba dedicado a los dioses del agua, como Tláloc, dios de la lluvia, a los que se rogaba que enviaran las lluvias que habían de posibilitar el crecimiento de la próxima cosecha de maíz. Con este fin, el calendario prescribía para este mes el sacrificio de niños, a los que, antes de matarlos, se les hacía llorar mediante tortura: el pensamiento mágico asociaba sus lágrimas a las gotas caídas del cielo, y así se creía que los lloros de las víctimas infantiles atraerían las lluvias tan deseadas.

El segundo mes estaba dedicado al dios del maíz Xipe Tótec (cuyo nombre significa ‘Nuestro Señor el Desollado’, ya que este dios, según las creencias mexicas, se arrancó la piel para alimentar a la humanidad, lo que evoca el hecho de que la semilla de maíz pierde su capa externa antes de germinar). En este mes se sacrificaba a esclavos a los que se arrancaba la piel con cuidado; luego los sacerdotes usaban dicha piel como vestimenta en rituales propiciatorios de la fertilidad de la tierra.

Cada mes de 20 días tenía, como vemos, un significado mitológico distinto, que reclamaba un tipo específico de sacrificio humano. Además, en determinadas ocasiones se ofrecía a los dioses sacrificios masivos, de miles y miles de prisioneros de otros pueblos sometidos a los mexicas. Así, por ejemplo, en 1487, durante las ceremonias de reconsagración de la reconstrucción/ampliación del Templo Mayor de México Tenochtitlán (cuyos restos pueden verse aún hoy en el mismo centro de la moderna Ciudad de México), se sacrificó a lo largo de cuatro días una cantidad de cautivos que se ha calculado entre los 10.000 y los 80.000 (de ser cierto este último dato, el ritmo de las matanzas habría sido incluso más rápido que el conseguido por la maquinaria de exterminio nazi de Auschwitz).

El sentimiento de horror que estas prácticas producen en quienes no compartimos las creencias religiosas a las que estaban vinculadas fue hábilmente aprovechado por los propagandistas que estaban al servicio de la Corona hispánica para presentar como una causa justa su empresa de conquista de las tierras y gentes del Nuevo Mundo, y de radical destrucción de las culturas indígenas. Urgía evangelizar a los indios, argüían dichos autores, para alejarlos de semejantes monstruosidades.

Sin embargo, como no tardaron en comprobar los nativos mesoamericanos, también el dios que los españoles traían consigo del otro lado del océano les exigía acabar con las vidas de ciertos seres humanos, concretamente aquéllos que infringiesen determinados mandatos suyos. Según afirmaban los sacerdotes de este dios nuevo para América, un grupo de seres humanos que le resultaba particularmente abominable (hasta el punto de enviar terremotos, pestilencias, hambrunas y toda suerte de calamidades a las regiones donde habitaran) eran los sodomitas. Y las crónicas de la época nos muestran que los españoles encontraron sodomitas en el Nuevo Mundo, y además en gran abundancia.

Esto último probablemente tenga mucho que ver con hecho de que en muchos pueblos indígenas de América estuviese reconocida e institucionalizada una identidad de género que no era ni masculina ni femenina; los individuos (que los nativos norteamericanos de hoy denominan dos espirítus) a quienes se atribuía dicha identidad combinaban elementos típicos de los otros dos géneros tanto en su apariencia física como en sus roles sociales y sexuales, y a menudo ejercían funciones de prestigio e importancia para la comunidad. Los conquistadores españoles, al encontrar en los pueblos y aldeas del Nuevo Mundo a dichas personas, las consideraban, si anatómicamente tenían el sexo masculino, como mariones, esto es, como hombres afeminados, sodomitas o por lo menos altamente sospechosos de serlo.

Uno de los autores que se pusieron al servicio de la monarquía hispánica, el italiano Pietro Martire D’Anghiera, relata en su obra De orbe novo cómo el español Vasco Núñez de Balboa (célebre por haber sido el primer europeo en descubrir el oceáno Pacífico), estando en 1513 de expedición en el istmo de Panamá, “llegó a la casa de un rey infestada de la más abominable y antinatural lujuria”; en dicha casa Balboa vio que “un hermano del rey y otros jóvenes, hombres obsequiosos, vestían afeminadamente con ropas de mujer” y mantenían relaciones sexuales antinaturales, de modo que obró como se esperaba de un buen cristiano y ordenó “que cuarenta de ellos fueran echados como comida para sus perros”.

Por escandalizada que se mostrase la Cristiandad europea ante los sacrificios humanos que realizaban los nativos de América, lo cierto es que en el Nuevo Mundo sometido al poder de la cruz, la religión y los supuestos mandatos divinos habían de seguir cobrándose, como en el viejo, numerosas vidas humanas durante siglos. Entre ellas –junto con las de herejes, idólatras, etc.–, las de muchos sodomitas.

(Continuará.)

Nemo

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