"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

Texto de la presentación en Europa de «Sangre como la mía»

sangre-como-la-mia-jlsJorge Marchant Lazcano nos ha cedido amablemente las palabras leídas en la presentación europea de la novela que elegimos en «Desayuno en Urano» como la mejor de 2008, concretamente las leídas en Madrid en la librería Berkana.

LA IDENTIDAD COMO UN ARMA
Por Jorge Marchant Lazcano

Vengo de un extraño país en el fin del mundo. Un país que no celebra precisamente la diversidad. El único presidente socialista que intentó realizar una revolución en libertad, fue derrocado en forma extremadamente sangrienta. Salvador Allende. Al más lúcido de los compositores populares, le cortaron las manos. Víctor Jara. La más deliciosa folklorista, celebrada en todo el mundo por “dar gracias a la vida”, terminó suicidándose, en medio de la más terrible soledad. Violeta Parra. Y así, suma y sigue.
Gabriela Mistral, la primera poeta mujer Premio Nobel en Latinoamérica, era lesbiana, pero si alguien lo dice en Chile, se considera una verdadera afrenta. En los años 50 tuvimos un Presidente homosexual, pero, como ya lo comprenderán, eso se calló siempre. Lo mismo sucedió con Augusto d’Halmar, nuestro Primer Premio Nacional de Literatura, quien publicó en los años 20, lo que bien podría ser la primera novela gay latinoamericana “Pasión y muerte del cura Deusto”. Ese texto fue silenciado, negado por la crítica en Chile.
José Donoso, el más grande novelista chileno del siglo XX, se negó a si mismo su homosexualidad, que hoy sale a luz por sus propios diarios revelados por su hija adoptiva, y siempre “temió” haber escrito “El lugar sin límites”, novela considerada junto a “El beso de la mujer araña” de Manuel Puig, entre las grandes novelas homosexuales de Latinoamérica.

Es por todo esto, y por la vida de ocultamiento que se puede tener en una sociedad católica y conservadora como la chilena, que me preparé por años para dar el paso y escribir una novela como “Sangre como la mía”. Los sacerdotes que educaban a muchachos como yo en los años 50 y 60 daban la espalda a la realidad (jamás, por ejemplo, se nos habló de la Revolución Cubana) y pretendían en cambio convertirnos en líderes cristianos, en lo posible con vocación de santidad. En la mayoría de los casos fallaron, como dice uno de los narradores en esta novela: “de acuerdo a esta aplicada trayectoria, debería haberme convertido en santo y no en un maricón.”

Es posible que, tal como le sucedió a gran parte de mi generación en el mundo entero, viví toda mi adolescencia con mi sexualidad totalmente encubierta, sin posibilidad alguna de enfrentar a mis padres o a mis maestros, bloqueado por el miedo. El terror a ser descubiertos en tu condición sexual nos convertía en seres introvertidos, melancólicos, vulnerables, buscando desesperadamente una seña de identidad que más tarde descubriríamos, precisamente en el cine de Hollywood.

Las películas norteamericanas de los años 50, con sus intensos melodramas a lo Douglas Sirk o sus ligeras comedias al estilo Doris Day, intentaban retratar la prosperidad de los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial y el llamado “baby-boom” que vendría con dicha prosperidad. Eran películas extremadamente reaccionarias y llenas de censura. Hollywood estaba en medio del maccarthismo y todo pretendía ser perfecto. Nunca un blanco se enamoró de una negra, los comunistas y los homosexuales no existían ni en la imaginación, y los adulteros eran por lo general castigados. Chile era la copia feliz de Hollywood. Uno de los narradores de mi novela viaja por esa época a Hollywood y se impacta ante la publicidad que decía que los Estados Unidos “era la nación donde hay más casas, más automóviles, más teléfonos, más confort que en ninguna otra nación en la tierra.” Él siente que eso no es muy diferente de su propia realidad chilena. En Santiago de Chile, efectivamente, crecían los barrios residenciales como los que hemos visto en “Revolutionary Road”. Hermosos bungalow o chalets (los llamaban en esos términos), automóviles a la puerta, miles de niños jugando en los jardines, y nadie se enamoraba de ningún negro, porque en Chile no existían negros. Tal vez eso nos convirtió en una nación racista y prejuiciosa. Se hablaba en Chile de que éramos “los ingleses de Latinoamérica”. Pero la pobreza dominaba en gran parte del país y tuvo que llegar la década del 60 para que se hiciera una reforma agraria, y luego el primer gobierno socialista que terminó vilmente aplastado por Pinochet, la oligarquía chilena -que una vez más quiere tomar el poder en las próximas elecciones presidenciales-, y por cierto la CIA detrás de todo eso. Pero nos alejamos del cuento del cine. Esas imágenes cinematográficas permitían a los jóvenes homosexuales algunas señas de identidad, aunque fueran falsas. Era un verdadero desafío hacerse visibles y para ello contamos con las imágenes que nos entregaban las películas. No sabíamos muy bien por qué nos gustaban tanto James Dean o Montgomery Clift, Elizabeth Taylor o Marilyn Monroe. Al no tener a nadie con quien compararse, de quien enamorarse, terminabas intentando parecerte o, mejor, enamorarte de James Dean o Montgomery Clift.

La situación de los homosexuales en la sociedad chilena ha cambiado en alguna forma, especialmente gracias a la cada vez más incesante movilidad política y social de algunas organizaciones gay como Movilh, pero eso es aún limitado. Tan limitado como las voces de algunos pocos escritores como Pedro Lemebel, Pablo Simonetti o yo mismo. En rigor, la homobofia, el último prejuicio aceptado, está presente en la mayor parte de las actividades nacionales. Una encuesta realizada por la Universidad de Chile en 2006 arrojó que el 50 % de los habitantes de la ciudad de Santiago estima que “los médicos deberían investigar más las causas de la homosexualidad para evitar que estos sigan naciendo”. El 43 % se mostró favorable a la idea de que a los homosexuales no debería permitírseles ser profesores. Inquietante.

“Sangre como la mía”, la novela que hoy nos congrega, oscila como otras obras escritas por autores homosexuales, entre el goce de las libertades adquiridas y la constante reivindicación. Esta nueva literatura que comparto con un David Leavitt o un Fernando Vallejo, ya no necesita burlar al oficialismo pero hereda la permanente necesidad de afirmar una identidad, como lo hicieron en el pasado Forster, Baldwin, Genet, Yourcenar. Leo unas palabras de Susan Sontag en su recién publicado diario y me identifico plenamente con ella: “Mi deseo de escribir está relacionado con mi homosexualidad. Necesito la identidad como un arma, para enfrentar al arma con la que la sociedad me amenaza.”

Pero esta novela también está relacionada con otra variante: la de los escritores que testimoniaron el declive de sus vidas, la inminencia de la muerte anticipada. Harold Brodkey y Hervé Guibert. Porque hace casi 30 años apareció una nueva forma de amenaza que cambió el rumbo de las cosas. Solemos pensar que dejamos atrás al Sida pero este año matará a tres millones de personas en el mundo. Ya sabemos que África es tierra de huérfanos por una cruel y vergonzosa negligencia. Nadie fue tan inmoral como los moralizadores religiosos que veían esta plaga como una revancha de la naturaleza. En verdad, la enfermedad engrandece a quienes la padecen y a quienes están cerca de un enfermo. Hay que ser muy valiente para enfrentar el sufrimiento y la discriminación – especialmente en países del Tercer mundo-, porque tal como lo dijo Susan Sontag (una vez más) “no se trata de un mal misterioso que ataca al azar. En la mayor parte de los casos, tener sida es ponerse en evidencia como miembro de algún “grupo de riesgo” de una comunidad de parias. La identidad hace brotar una identidad que podría haber permanecido oculta para los vecinos, los compañeros de trabajo la familia, los amigos.” Para un escritor homosexual es un verdadero deber moral escribir sobre este flagelo, como un escritor judío debería escribir sobre el Holocausto. Es nuestro propio “nunca más”. Así lo han entendido perfectamente algunos talentosos escritores anglosajones como Alan Hollinghurst (“La línea de la belleza”), y desde mi modesta posición latinoamericana, me sumo a la tarea.

Publicar en Chile una novela como “Sangre como la mía”, me dejó expuesto y desgastado. No fue fácil cargar en Chile con el peso de una novela como esta. Especialmente porque los medios de comunicación no estaban interesados en sus aspectos literarios sino en las similitudes que podían existir entre sus personajes y mi propia biografía. Felizmente he tenido la posibilidad de huír desde hace algunos años a New York y he integrado esa ciudad a mis dos últimos trabajos: “Sangre como la mía” y “El amante sin rostro”. Estar en Madrid en la mítica Librería Berkana, presentado por Eduardo Mendicutti, me hace sentir que formo parte de una comunidad que crece de hemisferio a hemisferio. Nuestras identidades y el fruto de nuestro trabajo nos identifica y nos proyecta, como un disparo al aire.

Comentarios
  1. bruno
  2. elputojacktwist

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