"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

Sacrificios (y 3)

EntendámonosEl individualismo de la sociedad actual, especialmente en Occidente, que hace que hoy nadie esté dispuesto a sacrificarse, suele señalarse como uno de los defectos más característicos de nuestro tiempo y lugar. En este sentido podría decirse que las sociedades de la Mesoamérica precolombina eran justo lo opuesto a la nuestra: en el mundo de los antiguos mayas, aztecas, etc. la religión –que, no lo olvidemos, impregnaba profundamente casi todos los aspectos de la vida social– tenía en su centro precisamente la idea del sacrificio del individuo en bien de la comunidad, del género humano y hasta del orden cósmico.

Para la religión mesoamericana, la existencia misma del universo y la vida se debía a los continuos sacrificios que para hacerla posible realizaban los dioses: de ahí que aquellas gentes se sintieran siempre en deuda con sus divinidades. Así, por ejemplo, los mexicas creían que su dios solar y guerrero Huitzilopochtli sufría continuamente graves heridas en la lucha interminable que mantenía contra las fuerzas que pretendían su muerte, lo que evoca la poderosa imagen del sol forzado a librar cada noche una cruenta batalla para poder levantarse otra vez, ensangrentado, al alba. Dado que para que el mundo subsistiese era necesario que el dios solar se impusiera cada amanecer sobre los ejércitos del frío y las tinieblas, la humanidad tenía el ineludible deber de ofrecer su propia sangre a la divinidad en sustitución de la que el dios perdía en su combate sin fin, y de restaurar además sus fuerzas alimentándolo con su propia carne.

Para entender la importancia del concepto de sacrificio en las antiguas culturas mesoamericanas, hay que tener en cuenta que éste no se refería únicamente a la matanza ritual de niños, cautivos, etc., sino que incluía también otras manifestaciones como los sacrificios de animales o de objetos, o el autosacrificio. Por autosacrificio entendemos, en este contexto, un ritual en el que el propio sujeto se causaba daño voluntariamente a sí mismo como ofrenda a la divinidad. Entre los mexicas o aztecas, la práctica del autosacrificio estaba muy extendida en toda la población, y a los niños se les enseñaba a realizarlo desde la escuela. Se llevaba a cabo haciéndose cortes o perforaciones en ciertas partes del cuerpo (los lóbulos de las orejas, los labios, la lengua, el pene…) con navajas de obsidiana, espinas de maguey (pita) o punzones de hueso; dichos objetos, una vez ensangrentados, se envolvían en bolas de heno que se ofrecían a los dioses. Un ritual maya de autosacrificio que tenemos documentado en espléndidos relieves escultóricos consistía en perforarse la lengua para luego hacer pasar por el agujero una cuerda, que además podía estar recubierta de espinas o de fragmentos cortantes de obsidiana.

«Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor… ¡Glorificado sea el dolor!» «Trata a tu cuerpo con caridad, pero no con más caridad que la que se emplea con un enemigo traidor.» «Ningún ideal se hace realidad sin sacrificio. Niégate. ¡Es tan hermoso ser víctima!» Aunque pueda parecer que estas máximas no estarían fuera de lugar en un texto sagrado de los antiguos mayas o aztecas sobre el autosacrificio, en realidad provienen del libro más conocido del fundador del Opus Dei y hoy santo de la Iglesia Católica, Camino. Y es que las nociones de sacrificio y autosacrificio no son en absoluto extrañas a la religión que, merced a las armas de los conquistadores, reemplazó en Mesoamérica a la de los indígenas a partir del siglo XVI.

La religión cristiana, como es sabido, se basa en la historia del personaje bíblico llamado Jesús de Nazaret o Jesucristo, cuya supuesta ejecución por crucifixión es interpretada por el cristianismo como un sacrificio voluntariamente asumido: como un autosacrificio total. No es pues extraño que el autosacrificio, bajo nombres como mortificación de la carne, ascetismo, negación de sí mismo, etc., haya gozado desde la antigüedad de gran prestigio en el mundo cristiano, como medio para combatir las tentaciones de la carne y, sobre todo, para compartir de algún modo el sufrimiento de la pasión y muerte de Jesús. Aún hoy el uso de instrumentos de automortificación como el cilicio o el látigo es de rigor en ciertos ámbitos católicos, como por ejemplo dentro del Opus Dei.

Pero el concepto de autosacrificio no se limita en el catolicismo a infligirse dolor físico de vez en cuando, sino que va mucho más allá. “Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales instintivas. (…) Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición. Las personas homosexuales están llamadas a la castidad (…), pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana.” Con estas palabras, el catecismo oficial de la Iglesia Católica exige a sus fieles con tendencias homosexuales que renuncien por completo a desarrollar su dimensión afectivosexual, para así unirse mágicamente a Jesús en su tortura y ejecución y aproximarse a una supuesta perfección cristiana. Por atroces y dañinas que puedan resultarnos las prácticas de autosacrificio propias de la religión mesoamericana precolombina, podemos preguntarnos si no lo es todavía más empujar a los miembros de una minoría estigmatizada –especialmente por las prédicas de religiones como la católica– a automutilarse psicológica y vitalmente de ese modo; si no es aún mayor el sufrimiento que con ello se causa, innecesariamente, a un enorme número de seres humanos.

Nemo

Sacrificios (1)
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