"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

¿Qué pasa?

EntendámonosDel mismo modo que las personas tenemos nuestros lugares favoritos, podría parecer que también la historia tiene los suyos. La del siglo pasado, en concreto, dio la impresión de sentir cierta debilidad por una ciudad más bien provinciana a orillas del Báltico, que escogió como escenario de dos de sus episodios más destacados: la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial (de la que el pasado 1 de septiembre se conmemoró el 70 aniversario) y el principio del fin del imperio soviético.

En 1939 la ciudad en cuestión era conocida internacionalmente por su nombre alemán, Danzig, y el alemán era la lengua del 95% de sus habitantes. Aunque Danzig había pertenecido al reino de Polonia durante siglos (para pasar a Prusia a finales del siglo XVIII, cuando las potencias vecinas del estado polaco se repartieron todo el territorio de éste), el alemán había sido la lengua de la ciudad desde la Edad Media. Todo eso cambió cuando los habitantes de Danzig se unieron, gran parte de ellos con entusiasmo, a la locura nazi.

En 1980 la ciudad ocupó de nuevo los titulares de la prensa mundial, ahora con su nombre polaco, Gdańsk (la n con tilde se pronuncia como la ñ del castellano). Tras la derrota del nazismo, los alemanes habían sido expulsados y sustituidos por polacos, provenientes sobre todo de los territorios del este de la Polonia de entreguerras, anexionados ahora a la URSS. Los nuevos pobladores tuvieron que reconstruir la ciudad, casi totalmente devastada por aquel conflicto global cuyos primeros disparos habían sonado allí mismo.

El reparto del mundo entre los vencedores de la guerra había dejado a Polonia del lado del Telón de Acero donde la Unión Soviética era la superpotencia dominante. Polonia era, pues, un miembro más de la gran familia socialista, una de las democracias populares, eufemismo con el que se autodenominaban las dictaduras satélites de la de Moscú. Y a principios de la década de los 80, una buena parte de la población polaca estaba harta de aquella situación. Incluyendo a los trabajadores de los Astilleros Lenin de Gdańsk.

Solidarność, Solidaridad, fundado en septiembre de 1980 por aquellos trabajadores, fue el primer sindicato libre del mundo comunista, y un elemento crucial para el derrumbamiento del imperio soviético a finales de aquella misma década: algo así como la primera grieta irreparable que apareció en el muro. Su líder, un operario eléctrico de los astilleros llamado Lech Wałęsa, se convirtió en 1990 en presidente de una nueva Polonia, pluripartidista y con elecciones libres. Pero al presentarse para un segundo mandato en 1995, el muy católico y conservador Wałęsa fue derrotado, y al intentarlo de nuevo en el 2000, obtuvo un resultado humillante: no más de un 1% de los votos.

Hoy Wałęsa vive semirretirado en Gdańsk, y tiene su despacho en el palacio de la Puerta Verde, un elegante edificio del siglo XVI que fue construido para alojar a los reyes de Polonia en sus visitas a la ciudad. El palacio da por un lado a la plaza principal de Gdańsk (la antigua Langemarkt o ‘Plaza Larga’, hoy denominada Długi Targ, que significa lo mismo en polaco), y por el otro al río Motława. A escasos metros de allí, cruzando el río, está la calle donde desde hace unos meses se ubica un bar gay (o straightfriendly, como se define el propio local) llamado ¿Qué pasa? Así, en castellano.

Según el contexto y la manera de decirlo, ¿qué pasa? puede sonar a desafío, a provocación incluso. Y abrir un local LGTB en el centro de una ciudad de provincias polaca también puede parecerlo; más aún si el local en cuestión –a diferencia de lo que ocurre habitualmente en Italia, por ejemplo– no es un antro desprovisto totalmente de ventanas y con una puerta maciza que sólo puede atravesar quien se haya sacado previamente –pagando– un carnet, sino un bar, o un pub, moderno, abierto y acristalado. Y encima, cerca del despacho de Lech Wałęsa.

Mi marido y yo visitamos el ¿Qué pasa? este verano, un domingo por la noche: no había demasiada clientela, pero el ambiente era relajado y agradable. Al final terminamos hablando con la camarera –una chica hetero–, con el camarero –un chico gay– y con otro chico que debía de ser el novio de éste último, los tres bastante jóvenes. Les preguntamos por el nombre del bar, y la camarera nos aclaró que se llamaba así porque el local acogía regularmente actividades diversas, y la idea era que la pregunta “What’s happening now there?” (hablábamos en inglés) se volviera habitual en Gdańsk. Quizá, en ese contexto, más que ¿qué pasa?, nosotros diríamos ¿hoy qué hay? o tal vez ¿qué ponen?, pero bueno. En cuanto a la elección del idioma, parece ser que los dueños del bar encontraban el español exótico y enrollado: cool. Lo cierto es que no lo dominaban demasiado: las paredes estaban decoradas con fotos de chicos y chicas desnudos que llevaban escritos sobre la piel, a manera de tatuaje, textos como “Estamos todos la dadiva de Dios”, que supongo que debe de querer decir algo así como que todos –en nuestra diversidad– somos un regalo del cielo.

Cuando les preguntamos a los chicos qué tal se llevaba ser gay en un país tan dominado por el catolicismo como Polonia, el novio del camarero, que era más abierto y hablaba mejor inglés que éste, nos respondió que no estaba tan mal… siempre que a uno no se le ocurriera pasear con su novio por la calle cogidos de la mano, o darle un beso en público, o… Al preguntarle qué podría ocurrirle a quien se atreviera a llevar a cabo semejantes provocaciones, si se encontraría sólo con miradas hostiles o bien con agresiones verbales o, incluso, con violencia física, nos contestó que, probablemente, con esto último. Era un chico delicado y sonriente, y lo dijo sin inmutarse.

En la Polonia de 1980 todo estaba organizado para que los individuos se resignaran al conformismo, a doblegarse ante una supuesta normalidad que les venía impuesta, y quienes no estaban dispuestos a ello eran marginados y perseguidos por el sistema. En la Polonia democrática y europea de 2009, la presión para someterse a una normalidad no tan distinta de aquélla sigue pesando con fuerza sobre decenas o centenares de miles de ciudadanos y ciudadanas LGTB. Dudo mucho de que Lech Wałęsa sea capaz, desde su despacho adornado con un gran crucifijo, de reconocerlo, pero lo cierto es que el testigo del desafío que en su momento planteó Solidaridad a la República Popular de Polonia lo han recogido quienes hoy se esfuerzan por ir más allá en la lucha por las libertades y los derechos de todos los habitantes de aquel país. Como por ejemplo los activistas LGTB; o, simplemente, cualquier gay o lesbiana polaco que pretenda vivir su vida sin automutilarse, esconderse ni avergonzarse.

Nemo

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