"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

Mi abuela

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En la Sierra de Gredos, hace mucho frío. Mi madre todavía recuerda los inviernos de su niñez alrededor del fuego y el frío mañanero con las agujas de hielo colgando del tejado de su casa del pueblo. A mi madre, su pueblo le trae recuerdos contradictorios: una infancia relativamente feliz, la muerte de un padre cuando tenía 8 años y sobre todo, mucha pobreza. Ella y mi abuela emigraron a una ciudad del norte a mediados de la década de los sesenta, como tantos y tantos otros españoles (extremeños, gallegos, andaluces, manchegos) que abandonaron su tierra, a su familia y amigos, para ganarse el pan en tierras donde se les daba la bienvenida como el ganado obrero que eran. En Alemania, en Suiza, en Francia, en Noruega, en el norte de España. La vida del emigrante se resumía en tres palabras: trabajar, trabajar y trabajar. A cambio, tenían que escuchar todo tipo de acusaciones: los inmigrantes son sucios (aunque el sucio y el guarro fuera el casero que tenía la desvergüenza de alquilar habitáculos a familias enteras en condiciones penosas); los inmigrantes son analfabetos; los inmigrantes no respetan nuestras costumbres; los inmigrantes “no se adaptan”. Una historia común a mucha gente. Mi abuela trabajó de cocinera, limpiadora, cuidando niños… Los pequeños ahorros familiares dieron a mi abuela su primer “lujo” en la vida: una lavadora que la liberaría de las tareas más pesadas de la casa, con dos hijos adultos que trabajaban de camioneros. Con el paso de los años, mi abuela pudo comprar un piso de 50 metros en el barrio más pobre de la ciudad a la que había emigrado, y poco antes de jubilarse volvió a su pueblo en la sierra para cuidar de su madre enferma y sus dos hermanos sordomudos.

Hace poco, mi pareja y yo visitamos a mi abuela, que resiste aferrada a la tierra que la vio crecer y que ahora la ve acercarse sin miedo al ocaso de su vida. Subimos con ella a los chozos, unas extrañas construcciones de piedra y piorno donde ella pasaba el verano con su familia, cuidando de los cultivos y las cabras que allí guardaban. A mí me gusta escuchar a mi abuela, sus historias sobre nuestra familia, los años de posguerra, la tristeza de la emigración subida en aquella camioneta donde llevaba un armario y una cabra, la vuelta a sus raíces. Mi abuela cuenta que la gente para la que trabajó nunca la trató mal, pero ella (y nosotros) siempre fuimos conscientes de las diferencias que había entre “ellos” (los que nunca habían tenido que dejar nada atrás, los que vivían permanentemente asentados porque la vida les había tratado mejor) y “nosotros” (los que sabíamos que no éramos del todo ni de aquí ni de allí, los que nos sentíamos parte de dos sitios y de ninguno a la vez). A mi abuela le parece “muy bien” que yo comparta mi vida con una mujer. “Así estás más acompañada, hija, y si ella te quiere….” me dice siempre. Y la última vez que la vi, me dijo que le parecería muy bien tener bisnietos… “aunque claro, hijas, ¿cómo lo vais a hacer? Porque digo yo que necesitaréis algo además del huevo… vamos, ¡a ver si me entiendes!” Y cuando a modo de chanza le preguntamos si ella se echaría novia, siempre nos responde lo mismo: “Ay hija, pues ¿sabes qué te digo? ¡¡Que más acompañada estaría que con un hombre!!” Yo he visto llorar a mi abuela cuando salen en el telediario noticias sobre los naufragios de pateras en el Estrecho. Me mira con un dolor inexplicable en el rostro y me dice “pobres gentes, hija, pobres gentes. Que no nos venga una guerra o una desgracia a nosotros como a ellos”. Y llora.

Ahora, el mismo discurso que se utilizó hace tantos años contra mi abuela y los míos se utiliza contra otras gentes de otras tierras que tampoco “se adaptan”, a los que también se considera “sucios”, “intolerantes” y “analfabetos”. Y algunos LGBT, muchos de ellos con educación universitaria y urbanitas moderno, se apuntan al carro. Pues dejadme deciros una cosa: os creeréis más modernos, progres, urbanitas y liberados que nadie. Pensaréis que podéis despreciar a quien ha tenido la desgracia de tener que abandonar su tierra y dejar atrás a su familia y amigos para poder ganarse el pan. Y lo haréis pontificando desde allá arriba sobre la supuesta superioridad de una civilización sobre otra, o utilizando cualquier otro argumento ya manido y utilizado hasta la saciedad por otros que vinieron antes que vosotros. Equiparáis pobreza y emigración con homofobia como quien no quiere la cosa, y no os dais cuenta de que al hacerlo, insultáis a miles y miles de españoles cuyos padres y abuelos también tuvieron en algún momento que enfrentarse a otros como vosotros. Mi abuela tiene casi 84 años. No es moderna, ni es una mujer educada, y tampoco ha leído a los clásicos. Probablemente, no entendería ni la mitad de las conversaciones que se tratan en Dos Manzanas. Pero me quiere y me acepta tal como soy. Y dejadme que os diga que más allá de cualquier discurso grandilocuente o pronunciamiento teórico contra la homofobia, no hay mejor lección de amor, aceptación y dignidad que la que esa mujer, ochentona, emigrante castellana y campesina, me ha transmitido en este tramo final de su vida.

Ave

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