"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

Sacerdotes ante la homosexualidad: críticas de «¿Quién soy yo para juzgarlos?» y «El Club» y entrevista a Vicente Ramírez

Combinar homosexualidad y catolicismo siempre es un asunto delicado, no porque no abunden los homosexuales católicos (y viceversa…), sino porque los múltiples comentarios provenidos de las altas esferas eclesiásticas vuelven bastante difícil aprehender una religión tristemente asentada en el rechazo al diferente. Y es que, con el paso de los siglos, el bondadoso mensaje de Jesús se ha difuminado hasta límites indignantes. Sin embargo, generalizar nunca ha llevado a buen puerto, y ahí está ¿Quién soy yo para juzgarlos? para probar los distintos puntos de vista incluidos en el propio seno de la Iglesia. En esta obra recién publicada por Egales, Sebastián Medina (a quien sólo conocemos como “maestro de un colegio concertado, gay y católico” por ser un seudónimo que engloba a todos los involucrados en la creación del libro) recorre España en busca de consejo. ¿Su preocupación? La (im)posibilidad de seguir aferrándose a sus valores católicos sin olvidarse de su condición homosexual. En su paseo por Andalucía, Madrid y Galicia, el joven escuchará todo tipo de opiniones acerca de su relación “plena” —o sea, con sexo y toda la pesca— con un hombre mayor que él, desde los ya clásicos «la Iglesia acepta a los homosexuales pero condena la homosexualidad» hasta los más progresistas «Dios ama a todos los seres por igual», lo que supone un interesante y relativamente completo acercamiento a un tema que todavía se mantiene como tabú en casi todos los ámbitos.

¿Quién soy yo para juzgarlos?El problema que un servidor encuentra es que la mayoría de declaraciones presentes en el libro se basan en argumentos de tal invalidez que se vuelven carentes de interés al cabo de dos líneas. Así, demasiados son los sacerdotes (eso sí, muchos en el otoño de la vida) que basan sus opiniones en tópicos de antaño que, por ridículos, resultan difíciles de invalidar. A este respecto, sería más interesante proceder a una larga conversación con alguno de ellos, de forma que fuese posible hacerle ver la realidad desde otro punto de vista, que limitarse a un par de pinceladas de banal opinión (lo han dicho muchos antes que yo: ¡no todas las opiniones son respetables!). Ello ayudaría, también, a comprender mejor el viaje interior del protagonista del libro, quien se limita a sacar conclusiones obvias de sus consultas, desperdiciando la oportunidad de abrirnos su corazón: ¿cómo se siente al recibir consejos tan diversos?, ¿cómo cambia su perspectiva conforme avanza el viaje? Da la sensación de que Sebastián Medina tiene las ideas demasiado claras desde el principio, lo que convierte sus consultas en una mera excusa para presentar al lector un retrato del contexto actual necesariamente sustentado en la realidad. Aun estando poco versado en el tema, concluir que las opiniones varían incluso en el seno de la Iglesia no es para mí una sorpresa, pues obviamente cabe esperar rechazo por parte de las viejas generaciones y relativa inclusión por las nuevas, que a fin de cuentas han crecido en una sociedad distinta. No obstante, es curioso ver las excusas que unos y otros utilizan para defender sus posturas ante la falta de concreción oficial.

Esta última afirmación me lleva a reconocer que el libro es sorprendentemente entretenido, incluso para quien carece de verdadero interés por su temática. De todos modos, no creo que ¿Quién soy yo para juzgarlos? esté destinado a gente como yo, sino a quien desee profundizar en la relación entre la homosexualidad y el catolicismo por verse afectado por esta dualidad de un modo u otro. A fin de cuentas, no todo el mundo puede recorrer España recopilando opiniones, con lo que el trabajo de campo del valiente y paciente Sebastián Medina es tremendamente valioso. Además, el prólogo de Eduardo Mendicutti (autor de Otra vida para vivirla contigo, Premio Desayuno en Urano, 2014) y los epílogos de diversas personalidades del mundo de la cultura, la teología, la política, el activismo y el asociacionismo (incluyendo al sacerdote Evaristo Villar, la diputada Carla Antonelli y los escritores Almudena Grandes y Boris Izaguirre) complementen excelentemente la obra con perspectivas más pasionales y diversas. Todo ello aviva el fuerte debate que despertaron las palabras del papa Francisco, cuya aparente inclusión abrió de par en par las puertas de la esperanza. Parece que, poco a poco, la Iglesia se rinde a lo evidente; ahora sólo tiene que encontrar la forma de aceptar la homosexualidad plenamente sin traicionar sus propios principios. Renovarse o morir. Recordemos que teóricamente el sexo sólo se permite de cara a la procreación, ¿cómo compaginar la homosexualidad con tales ideas? Un servidor lo ve difícil, pero ¿Quién soy yo para juzgarlos? ha puesto un granito de arena que puede ser de gran utilidad de llegar a las manos adecuadas.

El club cartelCuriosamente, leí este libro poco después de ver El Club, la última película del chileno Pablo Larraín (la cual comenté en el artículo dedicado al cine LGTB del Festival de San Sebastián). Triunfadora de los II Premios Fénix de Cine Iberoamericano (mejor película, dirección, guion y actor), la cinta explora las consecuencias de la homofobia eclesiástica —entre otros temas— con gran dureza, explotando la disyuntiva entre hacer lo supuestamente correcto y dejarse guiar por los propios impulsos. Los protagonistas de la cinta son sacerdotes a los que la Iglesia ha retirado a un pueblo costero para esconder sus pecados (ni condenarlos ni corregirlos entra en sus planes). Entre ellos, destaca el personaje del gran Alfredo Castro, un pedófilo homosexual vacío de todo arrepentimiento al que sentirse “enviado de Dios” sitúa por encima del bien y el mal. Intrusivos planos cortos y desgarradores desahogos convierten el film en un terrorífico confesionario para reflexionar sobre la desolación provocada por la hipocresía de la Iglesia, que parece dudar siempre entre protegerse guardando silencio o abrir la caja de Pandora. “La sexualidad es el gran complejo de la Iglesia”, afirmó Larraín a su paso por la Berlinale, donde se alzó merecidamente como mejor director. Crudísima, pero no por ello fría, la película supone un acercamiento diametralmente opuesto a la relación entre homosexualidad y el sacerdocio, pero en última instancia presenta la misma idea que el libro que nos ocupa, salida de la boca de uno de sus protagonistas: “la homosexualidad me humanizó. Porque es una sexualidad que no tiene que ver con la reproducción, como la heterosexual, sino exclusivamente con el amor”. Confiemos en que la fama del film (firme candidato al Óscar a mejor película extranjera) avive tan necesario debate.

Sobre el libro ¿Quién soy yo para juzgarlos? (que podéis adquirir fácilmente en Amazon, así como en múltiples librerías de toda España) y la película El Club (aún en cartelera) he hablado con Vicente Ramírez, uno de los prologuistas con mayor implicación en el proyecto, quien, además, tiene mucho de Sebastián Medina, lo que lo convierte en el corazón del libro.

Vicente Ramírez

Antes de nada, ¿cuál es tu relación con el libro ¿Quién soy yo para juzgarlos?, donde firmas uno de los epílogos?

Soy uno de los activistas que dieron forma al libro. Aunque sólo firmé uno de los epílogos, hay mucho de mí en Sebastián Medina, nombre que se utiliza como firma grupal de los participantes en el proyecto.

¿Cuál era tu relación con el tema antes de la creación del mismo?

Existe un enorme paralelismo entre algunas de mis experiencias reales y la historia de Sebastián Medina en relación con la Iglesia. En mi contribución en el epílogo lo resumo: soy profesor, definido principalmente como católico (aunque no en un sentido tradicional), trabajé bastante tiempo en un centro concertado religioso y mi pareja es mayor que yo. En esencia, el perfil de Sebastián Medina se basa en el mío.

¿Hubo algún problema para publicar un libro de estas características?

Sí. Dos grandes editoriales comerciales se interesaron por él. Con una se llegó a programar fecha de lanzamiento en catálogo y con otra incluso a detallar el adelanto económico correspondiente a su publicación. Ambas dieron marcha atrás en el último momento por considerarlo “demasiado”. Egales, una vez más, no solo actúa como editorial, sino como plataforma de activismo necesaria. Ciertamente el contenido del libro es explosivo.

¿Cómo ha cambiado tu perspectiva sobre el tema una vez concluido el libro?

Ha confirmado algunas cosas que pensaba, informado mejor de otras y sorprendido en muchas más. El egocéntrico mecanismo jerárquico de la Iglesia sigue remando en contra del sentido común, del respeto y de la defensa de algunos de los derechos más básicos en nombre de una más que cuestionable teoría canónica, como queda documentado en el libro. La division de los párrocos en la cuestión LGTB es absoluta. Se desenmascara una nula seriedad en la mayoría de esos portavoces, que pierden toda credibilidad y respetabilidad cuando se les escucha comparar la homosexualidad con “formas de violencia machista” o “la guerra”. La verdad es que las barbaridades que pueden llegar a decir conviven entre lo desternillante, lo escandaloso y lo terrorífico. Un título alternativo que seguiría definiéndo el libro a la perfección sería Los sacerdotes de España están como las maracas de Machín. Con esto dicho cabe recordar que también se extraen mensajes positivos y esperanzadores, no todo es un disparate.

¿A quién crees que va dirigido este libro?

Creo que resulta de gran interés para un amplio perfil de lectores: gais o no, católicos o no. Se trata de conversaciones con enormes ramificaciones en las que la relación Iglesia-homosexualiad sirve de punto de partida para explorar en qué lugar se ubica el sacerdocio de hoy cuando se habla de temas de furiosa actualidad, que afectan a todos. Veo el libro como un ejercicio de activismo que escapa con creces de la etiqueta del público al que puede parecer que va dirigido. Abarca y captura todo tipo conversaciones; políticas, legales, sociales, culturales, educacionales, sexuales, no sólo desde una perspectiva gay.

Quizá el problema principal de la unión entre catolicismo y homosexualidad sea la idea de que el sexo sólo tiene sentido de cara a la procreación; o sea que, en vez de ser homófoba, la Iglesia exige a los homosexuales lo mismo que a los heterosexuales. ¿Qué opinas al respecto?

Esa es la postura oficial. ¿Mi opinión?, que no hay nada más extravagante y paradójico en esencia que acudir a un sacerdote o a una monja para recibir consejos de pareja o sexualidad. Es cómo si se acude a un jardinero a que nos dé clases de peluquería. Podemos terminar con la cabeza como una regadera. Sus argumentos son inadmisibles para cualquiera mínimamente interesado en el conocimiento y el desarrollo del pensamiento crítico. Para ellos, llevarles la contraria significa perseguirlos y ofenderlos. Es un consuelo que les vale para despreciar cualquier tipo de crítica o argumentación autónoma, por razonada que esté. No es posible el diálogo entre iguales cuando la razón no importa. Triste.

El problema de este tipo de obras es que quienes más necesitan leerlos probablemente no lo hagan, ¿qué modo hay de hacer llegar esta obra a todos esos católicos anclados al pasado?

Como he comentado, creo que el contenido del libro resulta de interés general, no solo para un público determinado, gay o católico. No obstante, no hay necesidad de convencer a que lo lean a aquellos que piensan que saben todo sobre estas cuestiones. Es una lectura combatiente no apta para fanáticos ni para estrechos de miras cerrados al debate y al diálogo intelectual.

¿Cómo se seleccionó a los firmantes de los epílogos? ¿Fue fácil contar con la participación de Boris Izaguirre, Almudena Grandes y compañía?

El criterio se basó, principalmente, en el aprecio a la autoridad de la opinión de las voces que conforman el conjunto de epílogos. Se trata de una pequeña y genuina colección de joyas en forma de artículos e historias que, bajo mi criterio, justifican por sí mismos la adquisición del libro. Algunos de los nombres más llamativos fueron contactados en base a la amistad de muchos de ellos con colaboradores como Eduardo Mendicutti, quien además firma un fantástico prólogo. Se trató de invitar a voces plurales, pero los invitados con perfil “conservador” declinaron en su mayoría participar. De la lista original quedaron fuera Cristina Almeida, por fechas, María Antonia Iglesias, por defunción, y Antonio Maíllo (IU) porque nunca lo mandó pese a que llegó a confirmar.

Una de las películas del año, El Club, trata la relación entre la homosexualidad y el sacerdocio desde una perspectiva diametralmente opuesta. ¿Qué impacto crees que tiene este tipo de obra?

Por desgracia creo que siguen siendo de interés minoritario. Opino que el 99% de la gente acude al cine por placer y diversión; de ahí la usual relación entre éxito de taquilla y acción-fantasía de factoría hollywoodense. Películas como El Club, que transgreden, incomodan y van más allá del límite en el que el público general se mueve, plantean conflictos morales y emocionales, necesarios para la reflexión en sociedad, pero poco atractivos para el espectador medio. En el mejor de los casos, siembra el deseo del cambio y respuesta en el mundo real.

¿Qué es lo que más y lo que menos te ha gustado de El Club? ¿Qué opinas de su durísimo tratamiento?

Sobre su realismo, lo considero necesario. Si se quiere abordar ese tema no podemos pretender satisfacer a todo el espectro de público. Se debe ser realista, y la realidad, en la mayoría de casos, es dura. Esa es su mayor virtud. Me quedé con ganas de conocer más cosas de algunos personajes, creo que eso significa que el guion atrapa y empatiza. Reconozco que durante algunas escenas retiré la vista de la pantalla.

Como católico y gay, ¿crees que películas así apoyan a tu colectivo?

Como gay y ciudadano crítico creo que ignorar estas realidades perjudica a todos, no se puede mejorar nada sobre lo que no se medita. Como mal católico, rebelde y poco practicante, opino que la Iglesia necesita reformas urgentes y la revisión del uso que hace de términos como el amor, el afecto o la acogida, verbalizados en exceso pero practicados con tacañería. Creo en la necesidad del mensaje original de Jesús, pero rechazo la hipocresía y la estupidez humana instaladas cómodamente en tantas iglesias.

Comentarios
  1. Oscar
  2. DanielGrimoir

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