"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

Callejón sin salida

EntendámonosA., veintitantos años, vive con sus padres en una zona rural, completamente armarizado y muy solo. Un día, a finales de 2002, se atreve a hacer un intento por sacarse de encima tanta soledad: pone un anuncio en una web de contactos gais. Así conoce a R., que enseguida le parece un chico agradable, buena persona, romántico. Intercambian mensajes por Internet. A. le envía a R. una foto suya, en traje y corbata. “Nunca le he contado a nadie las cosas que te conté anoche”, le dice, “yo siempre mantengo los sentimientos encerrados dentro de mi corazón. Pero a ti no te los podía ocultar.” Al cabo de un tiempo, A. emprende un largo viaje a la gran ciudad para conocer por fin a R. en persona. Han quedado en cierta plaza. Cuando A. llega al sitio convenido, no es R. quien le está esperando, sino la policía. A. es inmediatamente arrestado por inmoralidad: R. era, en realidad, la brigada antivicio. En uno de los últimos correos electrónicos que A. le envió a R., había incluido un pequeño poema que acababa así: “Dios es misericordioso por haberte enviado a mí.”

La historia es real, y como habrá supuesto el lector no ocurrió en España. Tuvo lugar en Egipto, y la recoge Brian Whitaker en su libro, del que ya hemos hablado en otra ocasión, Amor sin nombre, dedicado a la vida de las personas homosexuales en el Próximo Oriente. Ni que decir tiene que algo como lo que le sucedió a A. sería inimaginable actualmente en nuestro país. Pero, ¿podemos hacer un esfuerzo e imaginar cómo sería hoy España si los estudiantes y los sectores inconformistas que en las décadas de 1960 y 1970 salían a la calle a protestar contra la dictadura lo hubieran hecho para reprochar al régimen que no fuera lo suficientemente nacionalcatólico? ¿Si dichos grupos, encuadrados en organizaciones dirigidas por los curas y obispos más integristas, hubieran exigido más rigor religioso, más rechazo de todo aquello que oliese a pecado y a modernidad? En tal caso, nada tendría de extraño que la historia de A. hubiese ocurrido aquí mismo.

En la película El edificio Yacobián (Egipto, 2006; basada en la novela del mismo título de Alaa Al Aswany) vemos cómo un joven universitario, Taha, participa en una protesta estudiantil en pleno campus organizada por los islamistas (“Dios es grande”, gritan los manifestantes) y reprimida violentamente por la policía; en otra escena anterior encontrábamos al mismo Taha mientras asistía en una mezquita particularmente integrista a la prédica del imán, que exponía así la ideología de su movimiento:

“Nuestros gobernantes aseguran que gobiernan según la sharía islámica y que están implantando la democracia. Dios sabe que mienten en ambas cosas. Porque la sharía no rige en nuestro desventurado país. El Estado saca beneficios del juego, del alcohol, del turismo indecente… Y lo peor de todo es que luego el Estado convierte ese dinero en salarios para los funcionarios y así alimenta a su gente con dinero ilícito, les hace ganar un dinero ilícito. Y la maldición de ese dinero recaerá sobre todos nosotros. Lo diré con toda claridad y sinceridad, sin equívocos: no queremos que nuestro país sea democrático, ni laico, ni socialista. ¡Lo que queremos es una nación islámica! ¡Islámica! ¡Islámica!”

El discurso del imán enardece a sus oyentes, incluido Taha, que corean una y otra vez su grito final de “¡Islámica!”. Hay que reconocer que por lo menos la premisa del inicio del discurso del clérigo no carece de verosimilitud: si el Gobierno se jacta de aplicar al mismo tiempo la ley islámica y la democracia, o miente o es que tiene un concepto digamos particular de la democracia. Lo cierto es que, aunque el Egipto de hoy no es una dictadura fascistoide al estilo de la franquista, está muy lejos de ser una democracia liberal moderna. ¿Qué es, pues? Otra escena de El edificio Yacobián refleja el funcionamiento del sistema político egipcio:

“Cualquiera que desee presentar su candidatura [al parlamento] puede hacerlo”, afirma un alto responsable del partido del Gobierno, “eso es la democracia, y vivimos en un país democrático”. Y continúa: “Nadie puede impedírselo, pero ganar… eso ya es otra historia. Ése es nuestro juego, y no es que haya trampa alguna, por Dios bendito, no… Lo que pasa es que nosotros conocemos bien la mentalidad del pueblo egipcio. Y el pueblo egipcio se agarra al gobierno como si fuera su madre, aunque no sea una madre demasiado buena que digamos.” Así pues, seguro de poder disponer a su antojo de la voluntad popular expresada en las urnas, el alto cargo gubernamental vende un puesto en las listas al parlamento egipcio a un rico comerciante, a cambio de una muy considerable suma.

Además de oligárquico y corrupto, el Egipto que nos muestra El edificio Yacobián se caracteriza por ser brutalmente clasista. Taha, el joven universitario que mencionamos antes, es hijo de un simple portero (el del céntrico edificio de El Cairo que da título a la película), y precisamente por esta razón ve cómo se le cierran las puertas del trabajo que le habría hecho progresar socialmente. Desilusionado e indignado, se acerca a los islamistas, es detenido y luego violado repetidamente por la policía, y acaba uniéndose a un grupo terrorista.

Ciertamente, en el panorama del Egipto que pinta Al-Aswany no queda demasiado lugar para la esperanza. ¿Cómo puede haberla en un país donde tantos jóvenes parecen creer que la alternativa a un sistema atrozmente represivo y podrido es un sistema más represivo e inhumano todavía, una teocracia puritana?

Nemo

Las 84 columnas de la sección «Entendámonos» aquí.

Esta columna se publicó originalmente el pasado miércoles 17 de febrero. A causa del ciberataque que ha sufrido recientemente dosmanzanas, se perdió. Así pues, esta semana la volvemos a publicar. No nos callarán.

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  1. Sara

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