"Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta" - Ana Botella

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Y seguimos hablando de fantasmas: si el otro día era el turno de Uncle Boonmee o de Otra vuelta de tuerca, esta vez se trata de otra película: viendo Contracorriente (Perú, 2009), de Javier Fuentes-León se me ocurrían dos cosas: pensé en la manera en que cuando se pierde a un ser querido éste sigue formando parte de nuestra vida durante cierto tiempo, durante todo el tiempo que nosotros queramos, y que ese ser querido (en el caso de la película el amante fotógrafo, como el Clint Eastwood de Los Puentes de Madison) se vuelve tan real que resulta difícil creer que es sólo un recuerdo, el producto de nuestra imaginación, nuestra manera de negar lo evidente. Pensé también en la homosexualidad como un fantasma, en la forma en la que las relaciones homosexuales permanecen invisibles a la sociedad, pensé en los dos guapos hombres barbudos paseando cogidos de la mano por el humilde pueblo de pescadores de la película sin que nadie preste atención, porque para ellos no existen. En cualquier caso, Contracorriente es una película con momentos bellísimos, con estupendas escenas, como cuando la esposa cambia de canal la televisión para poner el partido de fútbol, o la conversación con la madre, casi al final. Cargada de simbología cristiana (también Brokeback Mountain lo estaba y es inevitable recordarla, pero tampoco creo que sea necesario evitarlo), muy emocionante y si bien resulta a veces vacilante y frágil (uno llega a sufrir en la primera media hora temblando ante al vacío argumental que parece abrirse a cada minuto), incluso al borde del ridículo, el director sabe aprovechar esos momentos para mirar su propia obra de manera irónica y llegar a una resolución vibrante y correctísima que deja un muy buen (pero amargo) sabor de boca.
4 estrellas

Aún mejor es El último verano de la Boyita (Argentina, 2009), de Julia Solomonoff, una sensible reflexión sobre la identidad en un mundo brutal e ignorante, una comunidad cerrada de alemanes en el campo argentino. La mirada libre y desprejuiciada de una niña que veranea con su padre en una finca descubre en uno de los muchachos que trabajan en la granja a un ser mágico y distinto. El sopor veraniego, el sudor, los días eternos e iguales, los baños en la pileta, el calor y el aburrimiento de la siesta hacen que nos acordemos de La ciénaga, la estupenda película de Lucrecia Martel. La poética mirada de la infancia, la visión mágica de una naturaleza que no entiende, pero que le fascina de igual forma, antes de que los adultos pongan nombre a todo, nos acerca a El espíritu de la colmena. Sin melodramas ni sensacionalismos baratos, tomándose su tiempo y sin necesidad de remarcar lo obvio, la directora construye una película exquisita, pequeña y dulce como Jorgelina, la protagonista, tan fascinada por los cambios que Mario experimenta en su cuerpo como aterrada por la brutalidad ignorante de los que le rodean. La curiosidad, el miedo, las dudas, la incomprensión: sin psicoanálisis, sin médicos, sin discursos, ¿sólo en la infancia se es libre? ¡Cuántas maravillas nos está dando el cine argentino!: XXY, Tan de repente, La ciénaga y ahora El último verano de la Boyita.
5 estrellas

Y por fin he podido leer Malditos, la última (¿o quizá ya la penúltima?) novela de nuestro amigo Luis Antonio de Villena. Uno puede enfrentarse a la novela como si estuviera leyendo una obra de ficción, pese a los múltiples personajes reales que por allí aparecen con nombre y apellidos, o verlo como una peculiar, subjetiva y parcial, como no puede ser de otra manera, biografía medio inspirada en un maldito: Eduardo Haro Ibars, poeta sobre todo, muerto como consecuencia del SIDA en 1988, alma de la movida, precursor de lo gay, drogadicto… pecados más dulces que un zapato de raso (que diría él). La novela de Villena es excepcional (como todo lo suyo, no es por nada): un lenguaje culto y riquísimo que ya se pierde, desgraciadamente, se mezcla con otro arrabalero, castizo y cheli que se perdió definitivamente. La juventud del protagonista, pasada en un Tánger luminoso en el que conoció a los Bowles, Ángel Vázquez y a unos cuantos mozalbetes dispuestos a lo que haga falta, las aventurillas sexuales en las verbenas de un Madrid recién salido de un período plomizo, los conciertos (Lou Reed pinchándose en el Pabellón del Real Madrid), la casa del padre del protagonista (Haro Tecglen, en la segunda lectura que proponemos), y los encuentros y desencuentros con personajes entre reales e imaginarios componen un hermoso fresco de una época, la pre-movida, que el autor conoció bien y que seguramente añora.

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Comentarios
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